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EL DIARIO DE CAÍN
Un comentario a sus reflexiones tardías

director@luzyvida.com.sv

Querido Diario:


Hoy no quisiera escribir en tus páginas lo que he hecho. Me siento (estoy) sucio y vil.  Soy despreciable ante mi familia y ante mi Dios. Perdóname que te involucre en esto, pero no encuentro a nadie más a quien contarle mi vergüenza. Con mi querido hermano  jugamos, paseamos, nos divertimos y crecimos juntos.   Ya grandes, me interesé en la agricultura y mi hermano en la crianza de ovejas. A los dos nos iba bien. De pequeños, nuestros padres nos enseñaron acerca de Iahavé, del temor y respeto que debíamos tenerle. Y por un tiempo lo hicimos. Digo: lo hice.


Todo iba bien. Hasta que un día, decidimos traer cada uno, una ofrenda a Iahavé. Por mi parte, escogí  lo mejor de mis cosechas: frutas frescas, hortalizas, granos y legumbres. Yo pensé: “Dios estará honrado con  mi ofrenda.” Pero por alguna razón que hasta ese momento yo desconocía, no me miró con agrado, ni  a mi ofrenda.  Pero, no sucedió lo mismo con mi hermano. Su ofrenda fue consumida por el fuego de la aceptación divina.


Y por primera vez, experimenté celos y envidia de mi hermano. Yo desconocía esos sentimientos, no había razón  por qué sentirme así, se trataba de mi hermano. Yo debí haberme  alegrado porque él había encontrado el favor de Dios. Pero no fue así. A partir de esta experiencia, ya no volví a ser el mismo. No lograba conciliar el sueño, no tenía paz interior y poco a poco fui distanciándome de Abel. Cada vez que oía su nombre, sentía rabia. No quería saber nada de él. Mis padres notaron mi cambio, pero como buen hipócrita logré disimular para no generar sospechas en ellos.


Ahora era esclavo. Si, esclavo de la envidia. Esclavo del insoportable sentimiento de disgusto por la superación y el bienestar de mi hermano. Sin duda, me estaba convirtiendo en malo. Me estaba convirtiendo en un ser envenenado por lo que mis padres llamaban pecado. Un día Iahavé habló conmigo diciendo: “¿Por qué te has ensañado y por qué ha decaído tu semblante?  Yo pensé que podía esconder mis sentimientos delante de todos, pero había sido descubierto. Se me olvidaba que él lo sabe todo, lo escudriña todo, y que ante sus ojos estamos desnudos. ¡Qué pena! ¡Qué pequeño me sentí delante de él!


Pero la envidia y los celos, una vez  posesionados de la mente y el corazón, es difícil sacarlos. Y aunque no lo creas, crecen y se desarrollan convirtiéndose en otro sentimiento mucho más poderoso y destructivo: el odio. Ahora odiaba a mi hermano, y ese odio me indujo a pensar en un plan siniestro. - ¡Me avergüenza escribir esto! -  No había duda. La única manera de acabar con el tormento de la envidia, era acabando con la fuente de la misma. Y la fuente era Abel.  

  
Esta mañana fui a su casa. Tenía meses de no verlo. Él desconocía – supongo – lo que en mí estaba pasando. Ignoraba todo el sufrimiento que su éxito espiritual me estaba ocasionando. Hoy comprendo que la envidia sólo afecta al envidioso. El envidiado no tiene ningún problema. Está en paz.  Al llegar a su casa y estar frente a él, me incliné, le di el beso en la mejía, y le dije: La paz sea contigo. ¡Hipócrita descarado! ¡Gusano! ¡Pedazo de hombre! Se inclinó y correspondió el saludo y me dijo: “Un honor tenerte en mi tienda Caín, hermano mío.” ¡Qué sinceras eran sus palabras! Y ¡Qué falsas las mías!


Sin darle más larga a su saludo, fui al punto: “Salgamos al campo” – le dije – Y él, tan confiado como siempre, accedió inmediatamente. Mi corazón palpitaba aceleradamente, mi cabeza parecía explotar, mi boca estaba reseca mientras caminábamos. Mi hermano conversaba, pero no presté atención a ninguna de sus palabras. Estaba enfocado en mi maléfico plan. El camino parecía largo y los minutos eternos. Finalmente, llegamos al lugar ideal para consumar mi maldad. Sin mediar palabra, asesté un fuerte golpe en la cabeza de Abel. Se desplomó. El golpe fue tan fuerte que no hubo necesidad de un segundo. Me agaché. Me arrepentí de lo que había hecho, pero ya no había remedio. Levanté su cabeza con mi mano derecha, y mirándome fijamente mientras moría, balbuceó (mientras gruesas lágrimas mezcladas con sangre corrían por sus mejías): “¿Por qué hermano?”  No le respondí. Pero en mi mente dije: “Por envidia. Por la maldita envidia”. Y expiró.  


Mientras huía  me encontró Iahavé y me preguntó: “
-¿Dónde está Abel tu hermano?-
 - No sé le respondí. ¡Ignorante! Si no pude esconder mis sentimientos ante  él, ¿Cómo escondería mis hechos?  Él lo sabe todo. Me maldijo, maldijo mi trabajo y me desterró. Bien merecido lo tengo. Y pienso que nadie que haga como yo, merece bendición. Nadie que envidie y odie a su hermano, que mate su honor, su reputación, su testimonio merece tener paz.
 Querido diario, no volveré a tener comunión con Iahavé. Arruiné mi vida. Lo arruiné todo.


Hoy, tardíamente reflexiono: ¡Hasta dónde nos pueden llevar las pasiones humanas! ¡Qué acciones más despiadadas nos obligan a realizar los sentimientos pecaminosos! A esos sentimientos ponzoñosos no les importa parentesco, amistad, hermandad, etc. Heme a mí ahora. Culpable, maldito, errante, marcado por mi maldad, abominable ante los demás, estigmatizado como malo y perverso. ¡Qué mal conduje mi vida! ¿Por qué permití que esos sentimientos se apoderaran de mi razón  y de mi voluntad? ¿Por qué no aprendí a alegrarme con el éxito y el logro de mi hermano? ¿Por qué no reconocí que el problema no era mi hermano, sino yo? No entiendo por qué  culpé a mi hermano por mis fracasos y  frustraciones. ¿Qué culpa tenía él? 


Se hace tarde, pronto oscurecerá. Me voy esta misma noche. Comienzo mi peregrinación. Huiré a donde nadie me conozca. ¡Ingenuo! ¿Y esa gran señal que Dios ha puesto sobre tu espalda no te delatará? – Es cierto – se me olvidaba que no me puedo esconder. Los envidiosos y homicidas no nos podemos ocultar. Somos conocidos. Se nos conoce por lo que hablamos de los demás, por el semblante que ponemos cuando oímos del éxito de nuestros hermanos; se nos nota en la sonrisa irónica cuando escuchamos de los logros de las otras personas.


 He tomado las maletas. ¡Pesan!  Bueno, me voy. La última pertenencia a guardar serás tú,  querido diario. Mi confidente.

Caín


 

 
 

 

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